Cómo sucedió...


“Ella talló unas raíces, un
tronco y sus ramas. Él pintó sus hojas y les dio el color y el brillo adecuado.
Entre los dos dibujaron sus frutos.”


Dani Luceniggia y María Carmona,
“El Chupi Literario” y “Disparando a fuego amigo”, dos amigos con un interés y
una pasión común: escribir y entretener. Dos estilos distintos de contar
historias que se han unido en este experimento llamado FUEGO LITERARIO donde
pondrán en común sus ideas y su trabajo.

BIENVENIDOS


martes, 9 de febrero de 2016

MI PRECIADO UNICORNIO


 




¿A quién no le han dicho nunca aquello de: si eres bueno y te portas bien, papá Noel te traerá lo que pidas? Alentador, ¿verdad? Desde que tus padres enunciaban esa frase como parte de un contrato sagrado, te esforzabas mucho por ser el mejor en todo… Durante, al menos, ¡una semana! Claro, luego se te olvidaba y volvías a tus fechorías de siempre, lo que provocaba que tus padres dijeran aquello otro de: Papá Noel te está vigilando… Aunque eso sólo servía para que te pusieras las pilas de nuevo un par de semanas más. Al final, acababas haciendo lo mismo de siempre y Papá Noel, no sé si por aquello de no poder estar mirando las veinticuatro horas del día o qué, te dejaba todo lo que le habías pedido… Pues bien. Hay niños que cumplen su parte del contrato hasta el final, llevándolo hasta las últimas consecuencias, como Úrsula. Úrsula se lo tomó muy en serio… Lo que sucedió al final podría hacer replantearse a más de un papá y una mamá firmar tales contratos, sin añadir antes una cláusula trampa en letra pequeña.
Veréis, Úrsula era una niña rebelde e indómita desde que nació, tanto que, como resultado sus diabluras ya en sus primeros años de vida, su madre no había tenido más remedio que empezar a tomar unos horribles antidepresivos y pastillas para poder dormir. Papá lo llevaba algo mejor. Se había aficionado a descargar su ira talando algún árbol que otro, lo que dio lugar a que éste tomase como pasatiempo tallar figuras con la madera que de ellos extraía.
Con el paso de los años las fechorías de Úrsula habían ido creciendo en consistencia e intensidad, y podrían haber llegado a poner los pelos de punta incluso al mejor terapeuta infantil. Las pequeñas travesuras con animales como cazar moscas para arrancarles las alas o encerrar escarabajos en un frasco de cristal vacío para ver cuánto tiempo eran capaces de resistir antes de morir, cortarle el rabo al pequeño gatito que pidió como regalo de su sexto cumpleaños o ser sorprendida cosiéndole los ojos al perro de su vecino, que con frecuencia solía entrar a su jardín por un agujero en la valla, le dieron paso a maldades mayores con el género humano como atar a su primo de pies y de manos, envolverlo en una manta y hacerlo rodar escaleras abajo, o como cuando clavó las tijeras de la seño en la pierna de su compañera Ruth durante la clase de plástica. Según Úrsula, ésta había copiado su auténtica creación. Por último, y no por ello menos importante, había quemado el pelo a Diana, su segunda compañera de pupitre. Puro aburrimiento, argumentó. Todo esto había provocado irremediablemente que, ya en su octavo año de vida, la hubieran cambiado de colegio por tercera vez. “Problemas de adaptación”, rezaba en el informe.
Las acciones  de Úrsula fueron más allá cuando comenzó a prenderle fuego a las cosas de casa: las cortinas del salón, las cajas con botes de pintura y latas de disolvente que su padre guardaba en el garaje, que usaba como taller, o como aquella vez en la que se bloquearon las tuberías cuando la pequeña, que ya contaba con nueve años de edad, consiguió taponarlas introduciendo el cadáver del gato al que le había cortado el rabo cuando sólo tenía seis. La única explicación que dio a la pregunta “¿Por qué has matado al gato?” fue: se restregaba demasiado con mis cosas.
La situación en casa se volvió insostenible cuando, en la mañana del primer sábado de noviembre, su madre la sorprendió haciéndole pequeños cortes en los brazos a su hermano con la navaja de afeitar de su padre. Es un bebé feo y apestoso, espetó. Hace ruidos y babea constantemente toda la casa. Sólo lo estoy castigando por ello. Alguien tiene que hacerlo.
Tras aquello, su padre salió furioso de casa y se dirigió al garaje para buscar su hacha. Necesitaba golpear algo para descargar toda la ira que le provocaba la situación. El olor a disolventes y pintura quemada hacía prácticamente insoportable pasar allí más de un minuto. Aun así, aquel hombre trató de mantener la calma y pensar con claridad. ¿Cómo podía ser que hubiera una maldad de aquel calibre encerrada en el interior de aquella niña que tanto habían deseado tener? No pudo contenerla, el olor lo había trasladado al momento del incendio. La imagen de su pequeña hija prendiendo fuego a sus herramientas de trabajo le enfureció y de un hachazo, acabó con la estantería que sostenía las pocas latas y cajas que se habían salvado del incendio partiéndola en dos.
-No vas a solucionar nada así.- Interrumpió su mujer.
-No, debería usar el hacha para abrirle la cabeza a ella. ¿Es esa la solución? Porque, a estas alturas de la película, no creas que no lo he pensado… más de una vez.- Respondió el padre, jadeando del esfuerzo, mientras contemplaba la larga hilera de destornilladores perfectamente ordenados de menor a mayor que colgaban de la pared, en el enorme panel de contrachapado. Otra de las pocas cosas que se habían salvado del incendio.
-No. Necesitamos ayuda…Úrsula necesita ayuda.- Contestó la madre.
No hubo más que hablar. El padre asintió lenta y decididamente con la cabeza tras unos segundos de reflexión, mientras dejaba reposar el hacha en un rincón del garaje.
Acudieron, entonces, a un terapeuta especial en casos de riesgo:

-Negocien con ella. Pónganles metas que pueda alcanzar y premien su esfuerzo. Si no lo hacen ahora, se arrepentirán.-Y de un carpetazo, aquel psicopedagogo que gesticulaba en demasía al hablar, como si tratase de embrujar tanto a los padres como a la hija, dio por concluida la sesión guardando sus gafas en el bolsillo de su camisa. Tanto el terapeuta como los padres miraron a la niña expectantes.
-¡Váyase a la mierda!- Gritó Úrsula poniendo fin a la terapia, dando un portazo al salir corriendo de la consulta.
 
La noche cayó y, aunque durante aquella cena sobre un mantel de plástico con flores celestes nadie quería abrir el debate, fue el cabeza de familia quien, tras dar un largo trago a su vaso de agua y echarse el pelo hacía atrás mientras carraspeaba para aclararse la voz, le expuso la situación a su hija. Fue directo. No quería demorarlo más.
-Si de aquí a Navidad colaboras en casa y te comportas de manera ejemplar, conseguiremos que Papá Noel te traiga exactamente lo que tú quieras. “Lo que tú quieras”.
-¿Lo que quiera?- Los ojillos le brillaron. Ella sabía muy bien lo que quería y, si la única condición para obtenerlo era hacer un esfuerzo, lo haría.
-Sí. Lo que quieras.- Repitió el padre mientras agarraba con fuerza la rodilla de la madre en señal de una victoria cercana.
-Lo que quieras cariño.- Colaboró la madre, dejando los cubiertos con cuidado sobre el plato. La miraba fijamente, subiendo las palmas de sus manos y recostándose sobre el respaldo de la silla para darle al pacto la credibilidad y la dimensión que su hija estimase oportuna.
-Un unicornio. Quiero un unicornio. Un unicornio de carne y hueso con una larga melena rubia como la de mamá… Mi preciado Unicornio - , respondió sin apenas pensar mientras apuntaba con la pequeña cucharilla de postre a sus padres en actitud amenazante.
-Ok. Tendrás tu… Preciado unicornio- prometieron estos, convencidos de que en algún momento acabaría por hacer otra de las suyas, lo que sería la excusa perfecta para no cumplir con su parte del trato. Se miraban con cierta tensión, compartiendo los dos el mismo pensamiento.
-Muy bien.- Dijo la pequeña sacando su lengüecita rosa para rebañar la cucharita.
 
Pues bien. Contra todo pronóstico, Úrsula se había esforzado. Se había portado muy bien desde que cerrasen “El Trato”. Era otra niña. Había ayudado en casa, había hecho los deberes cada día consiguiendo que sus notas mejorasen de manera significativa… Si bien no era una niña sociable con sus compañeros de clase, al menos ya no causaba problemas y había dejado de molestar a todo el mundo. A veces su padre la podía ver sentada sobre una toalla en el jardín, envuelta en una manta, observando cómo el perro del vecino olisqueaba el agujero de la valla por la que antes solía colarse. Pero ya ni éste invadía la casa, ni Úrsula deseaba que lo hiciese. Y todo por conseguir su preciado unicornio.
 
La mágica mañana del 25 de diciembre, la mañana de Navidad que tanto había esperado, por fin había llegado. Se había despertado muy temprano y, sentada en el borde de su cama, balanceando sus pies descalzos que aún no llegaban a tocar el suelo de madera, aguardaba con ansia el momento en el que escuchase a mamá gritarle aquello de “baja, cariño. ¡Ya es navidad!”. Había hecho un gran esfuerzo. Había sido la niña más buena del mundo y ahora tendría su unicornio. Miró el reloj de su mesita de noche. Las ocho en punto. Apretó los labios y clavó las uñas en las sabanas. “Es la hora”, pensó. La tripa se le inundó de cosquillas… Y, justo en ese momento, oyó a su madre gritar a pleno pulmón desde el salón: “Baja, cariño. ¡Ya es Navidad!”. Se levantó decidida, abrió la puerta de su cuarto, cogió carrerilla y bajó descalza, casi volando, las escaleras hasta el árbol. Cuando llegó, contempló a su pequeño hermano abriendo una gigantesca caja envuelta en papel rojo brillante y sacando de ella un enorme balancín de madera con forma de caballito que su padre le había fabricado en lo que quedaba de su taller. Mamá lo ayudaba mientras le dedicaba a ella una amplia sonrisa. Recorrió el resto del salón con la mirada. Un nudo le ató la garganta. ¿Dónde estaba el unicornio? ¡Estará fuera!, pensó. Se asomó a la ventana que daba a la calle. Limpió con la mano el vaho provocado por el contraste de temperaturas entre el calor de dentro de casa y la helada de la noche, que impedía la visión, pero no vio nada… Sólo algunos niños que jugaban en la calle con los regalos que Papá Noel les había traído. De su preciado unicornio no había ni rastro. Corrió hacia la ventana de la cocina, que daba al jardín. Nada. Tampoco estaba. Miró en los armarios, en el garaje, debajo de las camas… Pero el unicornio no se encontraba por ningún lado.
 
Cuando regresó de la “Búsqueda del Tesoro”, sus padres esperaban de pié, junto al árbol, esbozando una gran y falsa sonrisa.
-Úrsula, nena, ¿No vas a abrir tus regalos?- Preguntó su madre, poniéndose de rodillas para hablar cara a cara con su hija.
-¿Dónde está mi unicornio?- Preguntó la niña.
-Seguramente ha debido perdérsele a Papá Noel por el camino. Pero, mira, te ha dejado una nota y otros muchos regalos a cambio para disculparse- volvió a insistir.
-Pero yo quería mi unicornio…. Mi preciado Unicornio.-  Respondió de forma fría y pausada.
-Ya, mi vida. Pero no está y no podemos hacer nada. Anda, ¡abre los regalos! A ver qué te ha dejado…
-¡Quiero mi preciado unicornio!- Gritó Úrsula haciendo que su hermano llorase.
-¡¡¡Úrsula!!!- vociferó su padre enfadado. - ¡Ha sido imposible conseguir el puto unicornio! Confórmate con lo que tienes y deja ya de quejarte. Los unicornios no existen. Tienes diez años. ¡¡¡MADURA!!!
 
La niña, roja por la ira, corrió descalza escaleras arriba, se encerró en su cuarto dando un portazo y se sentó en su cama afligida, casi al borde del llanto, sin dejar de balbucear “Mi preciado Unicornio, mi preciado unicornio”… Poco a poco, la expresión triste de Úrsula dejó paso a un ceño fruncido, acompañado por una mirada perdida en algún punto fijo invisible. Una sonrisa malévola apareció en su pequeña boca. Una vez más dijo “Mi preciado unicornio”.
 
El día de Navidad transcurrió sin más incidentes. El hermano pequeño se mecía en su caballito de madera junto a la chimenea, los padres estaban sentados frente a la televisión, sorprendidos por la repentina actitud sosegada de la hija que, finalmente, había decidido abandonar su encierro y pasar ese día sentada a la mesa del comedor, cubierta de lápices de cera, dibujando, sin dejar de repetir entre risas aquello de “mi preciado unicornio”.
Llegó la noche y el momento de ir a la cama. Mamá se inclinó sobre su hija para darle un beso. Úrsula se la quedó mirando y acarició con detenimiento su larga melena rubia.
-Me gusta tu pelo mamá.
-¿Sí?- Contestó, devolviéndole la caricia.
-Sí… Es rubio… Como el de mi preciado unicornio.
Los padres, tras escuchar aquello, no pudieron dejar de sentir cierto remordimiento al no haber cumplido con su parte del trato. La besaron en la frente y se despidieron con un “lo sentimos mucho Úrsula” justo antes de cerrar la puerta y hacer que la habitación quedase completamente a oscuras.
Ella no dijo nada. Se quedó despierta, bocarriba, con los ojos muy abiertos y las manos sobre su pecho, bajo el grueso edredón que la cubría, oyendo el viento silbar entre las ramas sin hojas de los árboles. A lo lejos se escuchaban las campanas del reloj de la iglesia, que anunciaban que eran las nueve en punto. Las horas pasaban lentamente en aquella habitación donde nada se movía. Doce campanadas marcaron al fin la llegada de la media noche.
Sigilosamente, Úrsula abrió la puerta de su habitación, se dirigió con sus piececitos descalzos a la de sus padres y los sintió roncar al otro lado. Bajó las escaleras despacio para no hacer ruido y accedió al taller de su padre. Allí, ayudándose de un viejo, pequeño y redondo taburete de madera, logró alcanzar el martillo de carpintero y un destornillador de tamaño mediano que se encontraban colgados en el panel frontal de trabajo. Ambos instrumentos pesaban más de lo calculado, pero poco o nada le importó. Sencillamente soltó un “uff”, saltó al suelo y se encaminó de vuelta a la salida. Antes de cerrar la puerta tras de sí, vio el hacha de papá colocada en un rincón. Le sorprendió que estuviera ahí, pero un ruido fuera le hizo desviar su atención y continuar con el plan establecido. Se asomó con cautela. Una gota aterrizó en su pequeña cabecita redonda, llena de pelo castaño y ondulado que le llegaba un poco más abajo de los hombros. Había comenzado a llover.
Atravesó el jardín todo lo de prisa que pudo, dejando las huellas de sus piececitos en la nieve. Sin embargo, la idea de utilizar aquella preciosa hacha con mango de madera pulida le pudo y, antes de llegar a la casa, regresó a por ella. Ya así, con su armamento a buen recaudo, subió las escaleras con extremo cuidado para que el hacha no golpease los escalones e hiciera ruido. Se encaminó hacia la habitación de sus  padres, abrió despacio la puerta y entró, casi de puntillas. Cuando por fin los tuvo tan cerca que los podía respirar, descargó contra el padre un hachazo certero abriéndole la cabeza diagonalmente, desde la ceja derecha hasta la parte baja e izquierda de la mandíbula. No se quejó. Sencillamente dejó de respirar. La sangre salpicó la pared y la furia contenida de Úrsula comenzó a aflorar. Papá había dejado de roncar. Y de incumplir…
Mamá, sobresaltada por el excesivo movimiento de la cama y el grito rabioso de la niña, había  comenzado a despertarse. La pequeña, con su pijama lleno de sangre, sacó como pudo el hacha de la cabeza de papá, la dejó en el suelo, se agachó a coger las otras herramientas y bordeó la cama observando el bonito dibujo que las gotas habían dejado en la pared. Se subió a ella y se colocó sobre el pecho de su madre, poniendo cada una de sus rodillas a un lado.
-¿Cariño, qué haces despierta?-, preguntó la madre aún somnolienta. Esa noche, la ración de pastillas para dormir había sido doble. Necesitaba descansar…
-Mamá- Contestó haciendo una pausa- Quiero mi preciado unicornio.
-¿Qué?- Preguntó extrañada la madre. Los ojos le pesaban y no conseguía entender lo que estaba pasando.
-No te muevas, mami-, dijo sujetando su cabeza por la barbilla para dejarla en la posición deseada.
La pequeña manita derecha de Úrsula, manchada por la sangre del padre, colocó el destornillador sobre la frente de la madre y la izquierda descargó un potente martillazo en el cabo del destornillador. Éste resbaló con el golpe, desgarrando la piel de la frente y haciendo rebotar el martillo en la cabeza de su madre, que quedó inconsciente. Volvió a repetir la acción: colocó el destornillador sobre la frente de su madre y volvió a golpear. A la quinta, consiguió clavarlo casi del todo, provocando la muerte inmediata de ésta que, con aquel instrumento puntiagudo sobre la frente, tenía el aspecto de un hermoso y rubio unicornio. Y allí, entre la sangre y el calor aún latente que emanaba del cuerpo inmóvil de su madre, se acurrucó acariciando su pelo rubio y ensangrentado, dejándose llevar por el sueño mientras, una vez más, repetía: Mi preciado unicornio…
 
 
 

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