EL CASO DE “EL PUERCO”. PARTE I.
“El Puerco”.
Ese sería su sobrenombre para siempre. Y se lo había ganado a pulso él solito.
Supongo que Pedro Hoyos, jefe de la brigada de homicidios a la que se había
asignado el caso, un hombre robusto, de porte singular, más parecido a un
vikingo que a un hombre medio, ya imaginaba a lo que tendría que enfrentarse
cuando atravesara el umbral de aquella puerta. Había leído y releído la
denuncia de desaparición que habían dejado en su mesa. Sus años de experiencia
le gritaban por dentro que no sería un caso fácil.
Sobre el puerco, un ser repugnante donde los haya,
recaían reiteradas órdenes de vigilancia y arrestos por trifulcas en la calle.
Con aquel saco de mierda por cerebro no se sabía qué podría ocurrir, ni cómo
iba a reaccionar. A veces se comportaba como una ameba. Otras, sacaba el gato
salvaje que llevaba por dentro. Sería mejor llevar armas.
Hoyos sabía que las denuncias por desaparición, por
lo general, casi siempre acababan en homicidios, involuntarios o no, daba
igual. Y la mayor parte de las veces el autor del asesinato era un miembro de
la familia. Así que el reglamento estaba claro: todos los casos de
desaparición, especialmente aquellos en los que hubiera implicada una mujer,
adquirían prioridad sobre el resto, siendo éstos catalogados como casos de
riesgo. Pero, como siempre se dice, la realidad, a veces, supera con creces la
ficción así que “Jamás esperes nada. Simplemente ponte el chaleco antibalas,
coge tu arma y sal a resolver el caso”. Esa era la máxima que se repetían unos
a otros como una letanía antes de salir al
terreno de juego…
-
Venía
trabajando en el caso de El Puerco desde
principios de mes. Estábamos a día diecisiete y por fin teníamos la orden de
registro y el permiso para echar la puerta abajo si no éramos invitados a pasar
al interior de aquella casa. Ya habían sido varios los intentos infructuosos y
aún no habíamos podido interrogar al hijo de Doña Francisca, la mujer
desaparecida. Hoy sería el día y mi unidad yo estábamos ansiosos por hacerlo.
Lo único que me incomodaba de aquella operación era que iba a estar dirigida
por el nuevo inspector, un tal Héctor, al que todavía no había tenido el gusto
de conocer. No iba a ser nada fácil. Mi brigada y yo estábamos acostumbrados a
trabajar de manera autónoma y el nuevo iba a querer imponer su ley. “Que se joda”, pensé mientras me ajustaba
la tira de velcro del costado del chaleco antibalas y le guiñaba un ojo a uno
de mis compañeros para darle confianza en la operación. Soy Pedro Hoyos, a mí
nadie me da órdenes.
Me habían citado con Héctor a las ocho cincuenta y cinco. Chicos, preparaos. En seguida vuelvo. Las
ocho cincuenta. “Allá vamos”.
La
víctima.
Antes de que “El Puerco” se tomara la justicia por
su mano, Doña Francisca, que así se llamaba, basaba su lánguida vida en amargar
la existencia a cualquiera que se topara con ella. Beata de nacimiento, y con
el escapulario siempre colgado al cuello para dejar constancia de la veracidad
de su Fe, acusaba de infiel a todo aquel que decidiera alejarse “del camino del
Señor”. Huraña, fría y cana, ella, que tanto alarde hacía de su correctísima
vida dedicada a la iglesia y al Señor, cocía en su casa la peor de todas las
habas, su hijo.
SU hijo. Su adorado y hermoso hijo. Ese hijo que
tanto buscó y cuidó, se había convertido en todo lo que ella siempre había
aborrecido. No se culpaba, claro. Lo había protegido y mimado hasta la
extenuación, siempre en aras a hacer de él el mejor de los niños. Pero ajeno a
todas las bondades de su madre, se había acostumbrado a dejarse llevar y a
exigir y obtener sin cuestionar. Había hecho de él un tirano, vago, puerco,
maniático. Había criado a un inútil, a un zafio niño mimado que no era capaz
siquiera de freírse un simple huevo. Eso la frustraba.
Mientras su hijo había sido pequeño, ella había
disfrutado entregándose a él en cuerpo y alma pero, ahora, a sus sesenta y
cinco años, cargaba con una mochila enorme de treinta y seis. Llegar a casa
cada día después de sus quehaceres cotidianos y verlo tirado en el sofá si nada
más que hacer que comer, gastar y engordar, provocaba en ella una reacción de
bombardeo oral en cadena que a veces, las pocas, iba acompañado por
lanzamientos indiscriminados de objetos hacia aquella bola de manteca
creciente, llena de pelos y migas. Pero él nunca hacía nada. No se inmutaba. A
lo sumo, cogía pesadamente el mando de la tele para subir el volumen y acallar
así los grititos histéricos de su madre. Ni siquiera la miraba. Pero en su
interior, muy despacio, se estaba forjando el odio más intenso hacia aquella
vieja insoportable.
Como ya sabemos, aquella mañana, Pedro Hoyos había
llegado antes de lo habitual. Tenía una cita con el nuevo inspector, Héctor, un
chico famélico y de aspecto recatado, que había llegado a su puesto a través de
una oposición. No había sido policía antes, jamás había visto un cadáver, y lo
más parecido a una pistola o un fusil de asalto que había tenido en la mano,
habían sido las escopetas de plomos de la feria de su pueblo. Pero ahí estaba,
con su ocho noventa y cinco de nota media, la máxima, con su carrera de derecho
terminada y con su nuevo y flamante traje de algodón en gris marengo. Debían
ponerse al día y trabajar juntos desde entonces. Hoyos, que había recibido el
aviso del nuevo caso en su teléfono móvil, fue parco en palabras con el novato.
Por muy inspector que fuera, no dejaba de ser un pelele a sus ojos, un niño
inexperto y aburrido que había conseguido el puesto con un examen. Diez días de aguante le doy, comentaba
entre risas al resto de la brigada.
El nuevo protocolo dictaba
que, automáticamente y sin dejar pasar las cuarenta y ocho horas de rigor para
personas adultas (mujeres en este caso) había que comenzar la búsqueda. Primero
en su domicilio. Después, en las zonas cercanas al trabajo/centro de estudios,
etc. Finalmente, se establecía un barrido del distrito con voluntarios y demás
dispositivos disponibles. En esta ocasión, la “Víctima Desaparecida” era una
mujer de sesenta y cinco años, llamada Francisca, madre de un hijo varón al
cargo de treinta y seis años, denunciada por desaparición por uno de los
feligreses que solían frecuentar la iglesia del pueblo. Hacía semanas que no la
veía, y aquello le preocupaba. Doña Francisca jamás faltaba a un oficio.
Así que, sería un día complicado. Las nueve y trece
minutos. Fin de la charla. Reunió a su equipo y se pusieron en marcha. Héctor
iría con ellos. Quería conocer de cerca el trabajo de campo, por aquello de ir
cogiendo experiencia…
Me gustan las novelas de género policíaco, Thriller??, pero conociéndote algo, nada será lo que parece, así qué de nini a guarrete psicópata o...a esperar y seguir leyendo porque me toca!!
ResponderEliminarSomos dos escribiendo... No te esperes nada jajajaja
ResponderEliminarSin duda esto promete, y sospecho que habrá segunda parte o por lo menos algo más. Esperaremos...
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