Cómo sucedió...


“Ella talló unas raíces, un
tronco y sus ramas. Él pintó sus hojas y les dio el color y el brillo adecuado.
Entre los dos dibujaron sus frutos.”


Dani Luceniggia y María Carmona,
“El Chupi Literario” y “Disparando a fuego amigo”, dos amigos con un interés y
una pasión común: escribir y entretener. Dos estilos distintos de contar
historias que se han unido en este experimento llamado FUEGO LITERARIO donde
pondrán en común sus ideas y su trabajo.

BIENVENIDOS


lunes, 28 de marzo de 2016

EL PUERCO. (Parte 1)




 
EL CASO DE “EL PUERCO”. PARTE I.
 “El Puerco”. Ese sería su sobrenombre para siempre. Y se lo había ganado a pulso él solito. Supongo que Pedro Hoyos, jefe de la brigada de homicidios a la que se había asignado el caso, un hombre robusto, de porte singular, más parecido a un vikingo que a un hombre medio, ya imaginaba a lo que tendría que enfrentarse cuando atravesara el umbral de aquella puerta. Había leído y releído la denuncia de desaparición que habían dejado en su mesa. Sus años de experiencia le gritaban por dentro que no sería un caso fácil.
Sobre el puerco, un ser repugnante donde los haya, recaían reiteradas órdenes de vigilancia y arrestos por trifulcas en la calle. Con aquel saco de mierda por cerebro no se sabía qué podría ocurrir, ni cómo iba a reaccionar. A veces se comportaba como una ameba. Otras, sacaba el gato salvaje que llevaba por dentro. Sería mejor llevar armas.

Hoyos sabía que las denuncias por desaparición, por lo general, casi siempre acababan en homicidios, involuntarios o no, daba igual. Y la mayor parte de las veces el autor del asesinato era un miembro de la familia. Así que el reglamento estaba claro: todos los casos de desaparición, especialmente aquellos en los que hubiera implicada una mujer, adquirían prioridad sobre el resto, siendo éstos catalogados como casos de riesgo. Pero, como siempre se dice, la realidad, a veces, supera con creces la ficción así que “Jamás esperes nada. Simplemente ponte el chaleco antibalas, coge tu arma y sal a resolver el caso”. Esa era la máxima que se repetían unos a otros como una letanía antes de salir al terreno de juego
 
-          Venía trabajando en el caso de El Puerco desde principios de mes. Estábamos a día diecisiete y por fin teníamos la orden de registro y el permiso para echar la puerta abajo si no éramos invitados a pasar al interior de aquella casa. Ya habían sido varios los intentos infructuosos y aún no habíamos podido interrogar al hijo de Doña Francisca, la mujer desaparecida. Hoy sería el día y mi unidad yo estábamos ansiosos por hacerlo. Lo único que me incomodaba de aquella operación era que iba a estar dirigida por el nuevo inspector, un tal Héctor, al que todavía no había tenido el gusto de conocer. No iba a ser nada fácil. Mi brigada y yo estábamos acostumbrados a trabajar de manera autónoma y el nuevo iba a querer imponer su ley. “Que se joda”, pensé mientras me ajustaba la tira de velcro del costado del chaleco antibalas y le guiñaba un ojo a uno de mis compañeros para darle confianza en la operación. Soy Pedro Hoyos, a mí nadie me da órdenes.

Me habían citado con Héctor a las ocho cincuenta y cinco. Chicos, preparaos. En seguida vuelvo. Las ocho cincuenta. “Allá vamos”.
 
La víctima.
Antes de que “El Puerco” se tomara la justicia por su mano, Doña Francisca, que así se llamaba, basaba su lánguida vida en amargar la existencia a cualquiera que se topara con ella. Beata de nacimiento, y con el escapulario siempre colgado al cuello para dejar constancia de la veracidad de su Fe, acusaba de infiel a todo aquel que decidiera alejarse “del camino del Señor”. Huraña, fría y cana, ella, que tanto alarde hacía de su correctísima vida dedicada a la iglesia y al Señor, cocía en su casa la peor de todas las habas, su hijo.
SU hijo. Su adorado y hermoso hijo. Ese hijo que tanto buscó y cuidó, se había convertido en todo lo que ella siempre había aborrecido. No se culpaba, claro. Lo había protegido y mimado hasta la extenuación, siempre en aras a hacer de él el mejor de los niños. Pero ajeno a todas las bondades de su madre, se había acostumbrado a dejarse llevar y a exigir y obtener sin cuestionar. Había hecho de él un tirano, vago, puerco, maniático. Había criado a un inútil, a un zafio niño mimado que no era capaz siquiera de freírse un simple huevo. Eso la frustraba.
Mientras su hijo había sido pequeño, ella había disfrutado entregándose a él en cuerpo y alma pero, ahora, a sus sesenta y cinco años, cargaba con una mochila enorme de treinta y seis. Llegar a casa cada día después de sus quehaceres cotidianos y verlo tirado en el sofá si nada más que hacer que comer, gastar y engordar, provocaba en ella una reacción de bombardeo oral en cadena que a veces, las pocas, iba acompañado por lanzamientos indiscriminados de objetos hacia aquella bola de manteca creciente, llena de pelos y migas. Pero él nunca hacía nada. No se inmutaba. A lo sumo, cogía pesadamente el mando de la tele para subir el volumen y acallar así los grititos histéricos de su madre. Ni siquiera la miraba. Pero en su interior, muy despacio, se estaba forjando el odio más intenso hacia aquella vieja insoportable.
 
Como ya sabemos, aquella mañana, Pedro Hoyos había llegado antes de lo habitual. Tenía una cita con el nuevo inspector, Héctor, un chico famélico y de aspecto recatado, que había llegado a su puesto a través de una oposición. No había sido policía antes, jamás había visto un cadáver, y lo más parecido a una pistola o un fusil de asalto que había tenido en la mano, habían sido las escopetas de plomos de la feria de su pueblo. Pero ahí estaba, con su ocho noventa y cinco de nota media, la máxima, con su carrera de derecho terminada y con su nuevo y flamante traje de algodón en gris marengo. Debían ponerse al día y trabajar juntos desde entonces. Hoyos, que había recibido el aviso del nuevo caso en su teléfono móvil, fue parco en palabras con el novato. Por muy inspector que fuera, no dejaba de ser un pelele a sus ojos, un niño inexperto y aburrido que había conseguido el puesto con un examen. Diez días de aguante le doy, comentaba entre risas al resto de la brigada.
El nuevo protocolo dictaba que, automáticamente y sin dejar pasar las cuarenta y ocho horas de rigor para personas adultas (mujeres en este caso) había que comenzar la búsqueda. Primero en su domicilio. Después, en las zonas cercanas al trabajo/centro de estudios, etc. Finalmente, se establecía un barrido del distrito con voluntarios y demás dispositivos disponibles. En esta ocasión, la “Víctima Desaparecida” era una mujer de sesenta y cinco años, llamada Francisca, madre de un hijo varón al cargo de treinta y seis años, denunciada por desaparición por uno de los feligreses que solían frecuentar la iglesia del pueblo. Hacía semanas que no la veía, y aquello le preocupaba. Doña Francisca jamás faltaba a un oficio.
Así que, sería un día complicado. Las nueve y trece minutos. Fin de la charla. Reunió a su equipo y se pusieron en marcha. Héctor iría con ellos. Quería conocer de cerca el trabajo de campo, por aquello de ir cogiendo experiencia…
 

3 comentarios:

  1. Me gustan las novelas de género policíaco, Thriller??, pero conociéndote algo, nada será lo que parece, así qué de nini a guarrete psicópata o...a esperar y seguir leyendo porque me toca!!

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  2. Somos dos escribiendo... No te esperes nada jajajaja

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  3. Sin duda esto promete, y sospecho que habrá segunda parte o por lo menos algo más. Esperaremos...

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