“El Puerco”, ese ser a medio camino entre un
homínido y un auténtico cerdo, se encontraba despanzurrado en el sofá.
Entrecerraba los ojos, dejándose llevar por el regusto amargoso de su propia
saliva y el ruido intermitente que salía de la tele.
Una insistente llamada al timbre lo sacó de su
letargo. De pronto recordó que ella no estaba, recordó lo que había pasado,
recordó el enorme placer que le producía. Tanto que notó una erección debajo
del pantalón mugriento. Sin dudarlo, se echó la mano a la entrepierna y comenzó
a meneársela con deleite.
-
Era la cuarta vez que intentábamos
entrar en aquella casa. Nunca lo
habíamos logrado. Aquel día, la televisión a todo volumen nos permitía oír
claramente cómo El Puerco iba cambiando de un canal a otro, de un partido de
futbol a una película de guerra; de la edición estadounidense de la ruleta de
la fortuna a una película porno. Cuanto más golpeábamos la puerta, más
llamábamos al timbre y más gritábamos aquello de “Policía, abra la puerta” más aumentaba él progresivamente el volumen
de la televisión, hasta el punto en el que los disparos de la película que
había sintonizado parecieran estarse sucediendo a tiempo real dentro del
domicilio. Yo miré a Héctor, esperando ansioso a que diera la puta señal al
grupo para echar la puerta abajo. Pero no lo hizo. El maldito niñato se
limitaba a sostener su pistola con dos manos temblorosas a punto de
desmontarse. Apuntaba al suelo. Era incapaz de dar la orden. Así que, con gesto
firme y seguro, hice una señal a los miembros de mi unidad que sostenían el
ariete, saltándome la maldita cadena de mando: cerré el puño y tiré de mi codo
hacia abajo para indicarles que
derribasen la puerta. En ese instante, El Puerco volvió a cambiar el canal y el
sonido del orgasmo de la actriz de la película porno puso la banda sonora al
asalto. Rápidamente, los agentes, con sus chalecos antibalas, cascos y armados
con sus fusiles, sobre los cuales habían montado las linternas para iluminar el
habitáculo, entraron de dos en dos a la casa. En menos de diez segundos habían
asegurado la habitación y se habían situado ocupando todos cada uno de los
rincones del mismo. El objetivo: rodearlo. Los últimos en entrar fuimos el
novato y yo.
La tétrica imagen del cadáver putrefacto de aquella
mujer en avanzado estado de descomposición a los pies del sofá, camuflado entre
basura, meadas y pilas de cajas vacías, mezclada con la del gordo sudoroso y
peludo masturbándose en mitad del salón, hizo vomitar al pobre Héctor.
-
Me dio pena. Aquel fiambre dejaba entrever una
mueca de horror que, sin duda, debió ser causada por el estupor al descubrir
incrédula que su propio hijo le estaba arrebatando la vida. El ruido de la
fauna cadavérica era ensordecedor. Me pareció lógico que aquel hombre fétido,
nauseabundo, que ya apenas mantenía la inteligencia justa para cerrar la boca y
que no se le cayese la baba, no digamos para limpiarse el culo después de
cagar, hubiera podido convivir con ello y no
volverse loco, aún más loco. Con un gesto a medio camino entre el placer y el
miedo, el puerco se levantó tambaleándose del sillón con una enorme erección
producida a medias por el recuerdo del asesinato y la película porno. Miró al cadáver de su madre. —¡Mama ayúdame! —,
gimoteó entre lo que parecía una vocal con tropezones. Se inclinó y agarró de
un zarpazo el brazo más cercano del cuerpo de su madre para intentar levantarla
y que ella resolviera, como siempre, aquel lio en el que se había metido.
—¡Túmbese en el suelo!— Le grité apuntándole a las rodillas con mi
pistola.
Tras
el fallido primer intento de hacer reaccionar a su madre ya cadáver, sujetó el cuerpo de ésta por los pelos, pero
lo único que consiguió fue separar la cabeza del cuerpo, cosa bastante
difícil, debido al primario estado de
descomposición en el que ese encontraba. Se trataba de un tipo fuerte, eso
estaba muy claro. Verse con una cabeza
en la mano provocó un ataque de risa en aquel básico ser.
—¡Santo Dios!— Gritó
Héctor. Comenzaba a tener arcadas de
nuevo.
La mujer de la película gemía sin control, el
inspector jefe vomitaba y El Puerco no paraba de reír mientras avanzaba torpemente
hacia él, cual zombi en The Walking Dead, con la cabeza de su madre entre las
manos y una erección brutal entre las piernas.
—¡Tírese al suelo!—
Volví a gritar. Pero el gordo cabrón no parecía escucharme.
Me
ví obligado a realizar un disparo a su rodilla derecha cuando el asesino estaba
a poco más de metro y medio de Héctor. Aquel puto gordo quedó en pié. No sabía
qué coño pasaba, no sabía cómo reaccionar ante aquel dolor. Finalmente la
pierna le falló y gordito acabó derrumbándose poco a poco, con la cabeza de la
madre, sobre el novato.
—¡Quitadme esta mierda
de encima!, ¡quitadme esta mierda de encima!—
gritaba despavorido ante la perspectiva de su trajecito nuevo estrenado
de la manera más bizarra que se podría haber imaginado aquella mañana, antes de
salir de su casita de niño pijo. Ya no me daba pena.
-
De nuevo, una risita nerviosa salió de
entre las mellas de la boca de El Puerco. Os mentiría si os dijera que no me pareció
una escena cómica en un primer momento. Como novatada para el inspector
impecable, no había estado nada mal. El problema es que se trataba de un hecho
real y aquello me cortaba el rollo. A mi señal, los agentes se apresuraron a
levantar lo del suelo, a arrestarlo y llevarlo a la comisaría. Nada de
ambulancias. Nada de espectáculos. Los vecinos ya habían abierto sus puertas y
hacían esfuerzos por ver lo que pasaba en el interior de la casa de El Puerco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario